
La mujer de la mirada perdida
Mientras ella permanecía con la mirada perdida, su hija no dejaba de enumerar los motivos por los que era necesaria la consulta: su madre había acudido a múltiples especialistas que le habían diagnosticado diferentes enfermedades, todas ellas producidas por nervios, según le habían dicho, pero en ningún caso le habían aliviado el dolor.
La madre, callada, seguía ausente. La hija al fondo, sentada, ocupaba todo el espacio. Sus labios no dejaban de moverse y el sonido de su voz lo llenaba todo. Madre e hija formaban una extraña pareja. El divorcio de la hija, hacía años, las había condenado a compartir espacio y tiempo. La hija, atrapada entre la falta de responsabilidad de su ex marido, sus hijos y su madre; y la madre ahogada, tras la muerte de su marido, en una vida que era la repetición de su pasado. En este escenario se desarrollaban sus vidas.
La hija seguía desgranando las enfermedades de la madre, sus propios males, la relación entre ambas… El médico asistía en silencio a un monólogo sólo interrumpido por la necesidad de coger aire para continuar con el relato.
Por la puerta de vez en cuando asomaba la cara de la enfermera, que quería comprobar si aún seguía la consulta, pues ya se demoraban bastante las citas siguientes. De vez en cuando la hija lanzaba preguntas, que, tras una pausa, se encargaba de responder. La visita seguía así su curso hasta que la hija dijo: “Me voy a suicidar”. El médico intervino: “Si es lo que ha decidido, adelante”. La mujer no debía de esperar esa respuesta, pues su actitud cambió radicalmente: “No puedo hacerlo”. “Pues no lo haga”, dijo el doctor. Esa respuesta volvió a descolocarla. “No hemos venido a hablar de mí”, dijo. “Pues, entonces, ¿a qué han venido?”, le replicó el médico. “A aliviar a mi madre”, respondió. “Eso estamos haciendo”, puntualizó el doctor.
“No entiendo”, contestó ella. “Señora, mírese al espejo. Si lo que ve no le gusta, cámbielo. Empiece a quererse”, repuso el médico. Y añadió: “Cuando usted se quiera, entonces volverá a tener a gente que la quiera. Olvide a su ex marido: su rencor, lo único que hace es no apartarlo definitivamente de su vida. Sus hijos tienen su vida, deben aprender a asumir las consecuencias de sus elecciones y seguirán viviendo cuando usted se muera. Explíqueselo antes de que sea tarde. Hable con su madre y diseñe con ella el espacio común de convivencia. Hablen entre ustedes: están condenadas a entenderse, o al menos a vivir juntas. Eso no le dará la felicidad, pero la ayudará a ver las cosas de otra manera”. “¿Pero esto qué tiene que ver con mi madre?”, replicó. “No se preocupe tanto de su madre y preocúpese más de usted”, le contestó el médico.
Al oír estas palabras, la madre levantó la mirada, sus ojos por fin miraron al doctor. La hija permanecía en silencio, observando a su madre. Por fin dijo: “Pero, entonces ¿debe continuar con la misma medicación?”. El doctor cogió un papel y dijo: “A partir de ahora deberá continuar con el tratamiento siguiente”. Lo dobló y se lo dio a la madre. “Pueden venir a verme cuando quieran para saber qué tal le ha ido el cambio de medicación”. “Gracias por todo, doctor”, dijo la hija, aún un poco descolocada por lo que acababa de oír.
Cuando se despedían, la madre habló: “Debo darle las gracias, doctor: hasta ahora nadie me había hablado tan claramente como usted. Seguiré sus indicaciones y ya le contaré…”. En la mano llevaba la hoja con el tratamiento. Al salir de la consulta, mientras caminaba por el pasillo del hospital, desplegó el papel y pudo comprobar que en realidad se trataba de una hoja en blanco… Una sonrisa se le dibujó en la cara.